
Un amor imposible
Alma siempre supo que en esta vida era un amor imposible. Lo supo desde aquel mediodía de octubre, cuando lo vio entrar a la oficina donde trabajaba como secretaria en un edificio de la calle Avenida de Mayo y experimentó una sensación que sólo entendería con el correr del tiempo.
Daniel era alto, debía medir un metro ochenta y cinco, pero desde el escritorio parecía más pequeño. Lo primero que observó cuando lo miró fue su aspecto. Llevaba puesto un traje color azul marino y una corbata ajustada con un nudo perfecto. Sentado junto a él había una abogada que le daba las primeras instrucciones. Era su primer día en el estudio y se notaba en él como la timidez por ser nuevo se le mezclaba con los nervios. Alma intentó disimular su desconcentración y llevó sus ojos a la computadora, mientras de a ratos lo miraba con una curiosidad malsana. Lo único que escuchó fue su nombre. Todavía tenía pendiente enviar unos mails y hacer unas llamadas, pero Daniel, el joven que ahora aparecía como una novedad en su vida, se había convertido en una distracción. Levantó la mirada y miró el reloj. Eran las 18:30 y cuando quiso buscarlo con los ojos, ya se había ido. Terminó con lo último que tenía que hacer y una hora después se fue a su casa.
En el subte buscó el teléfono en su cartera, leyó algunos mensajes y pensó en Daniel, mientras los vagones de la línea E se vaciaban con el último respiro del día. De un momento a otro sintió una extraña emoción y le gustó esa sensación de sorpresa. Pensó que hace mucho no la sentía. Quizás nunca había experimentado algo así. Al rato pensó en buscarlo en Facebook, en Instagram o en LinkedIn, pero se percató de un detalle, no sabía ni siquiera su apellido. A la mañana siguiente se despertó y buscó entre su armario una de sus camisas favoritas. Eligió unos pantalones de jean que le marcaban la cintura y se pintó los labios con un viejo rouge que no usaba hacía tiempo. Después se puso un poco de perfume y se fue a trabajar como todos los días. Cuando llegó a la oficina, dejó su cartera, encendió la computadora y fue hasta la cocina a buscar un café. Se lo encontró de sopetón y el cruce de miradas fue inmediato. “Hola soy Daniel, empecé a trabajar ayer en el estudio”. Alma notó que le sudaban las manos y que un calor extraño le brotaba de todo el cuerpo. Ya de cerca advirtió, además, que tenía los ojos más lindos que había visto. Eran de color miel y por el efecto del sol, que entraba por una de las hendijas de las ventanas, se veían todavía más claros. Aturdida por el encuentro, se quedó muda unos segundos, un poco estúpida, hasta que rompió el silencio.
“Me llamo Alma, soy una de las secretarias, bienvenido”, le dijo, con una sonrisa que le dibujaba la boca y una mirada que decía mucho más de lo que a veces dicen las palabras. Alma, de 25 años, era esbelta, despierta y tenía el pelo castaño claro y unos ojos oscuros que escondían tanto misterio como belleza. Estudiaba Historia en la Facultad de Buenos Aires, pero algunos trajines en su vida la habían obligado a desafiar su propio destino. Su padre había muerto de un infarto cuando tenía 16 años y ni bien había terminado la escuela, no le había quedado otro camino que trabajar de lo que fuese para ayudar en su casa. Así, a su edad, ya había pasado por varios trabajos y hacía sólo un año que trabajaba de secretaria en el estudio. Mientras tanto, cursaba y rendía exámenes a destiempo, con una tozudez poco vista, convencida que sólo ella y nadie más que ella podría cambiar las cartas de su futuro y transformarlo en algo más. Pero habían sido años difíciles y nunca se había dado tiempo para el amor. Sin embargo, ahora comenzaba a despertarse en su interior un deseo que nunca había sentido.
Con el correr de los meses la conexión entre Alma y Daniel se volvió cada vez más profunda. Había algo entre ellos tan especial como sincero. Casi siempre se encontraban en algún momento del día en la oficina o intercambiaban detalles de sus vidas por mensajes. Compartían cafés, mates y hasta almuerzos, y nunca faltaba la oportunidad para mirarse, como si sus ojos fuesen un sólo puente de encuentro. Daniel tenía 28 años y después de sufrir también algunos altibajos en su vida, se había sobrepuesto a las adversidades con coraje. A menudo hablaba de su mamá, que había sufrido una enfermedad degenerativa y muerto hacía pocos años, y siempre lo hacía con una sonrisa. Tenía tres sobrinos chiquitos y cuando los mencionaba, los ojos se le iluminaban de felicidad.
Su carrera como abogado civil proliferaba con éxito y se había adaptado con facilidad, no sólo al trabajo del estudio, sino a la dinámica con sus otros colegas, donde su nombre ya gozaba de una cierta reputación. Además, era evidente que él también había encontrado en ese lugar algo que lo hacía sentir distinto y emocionado. Y ese algo era Alma, que también significa “la de buen corazón”.
Cuando Daniel llegaba a la oficina, Alma levantaba la mirada y le dirigía una sonrisa tan genuina como sagaz. Al rato, siempre, le llegaba un mensaje de este tipo a su celular. “¡Qué linda que estás hoy!, ¿vamos por un café?”. Alma leía el remitente y cuando veía el nombre de Daniel en la pantalla de su teléfono, el corazón se le salía del pecho. Lo pensaba todo el tiempo y cada vez que lo hacía se sentía eufórica. Se mordía los labios de sólo verlo, para no dejar en evidencia que con él quería mucho más que un encuentro casual. Aunque su relación era laboral, porque nunca se habían encontrado en otro lugar que en la oficina, los dos sentían algo tan especial como para arriesgarlo todo y dejar de pensar. Pero a veces la vida juega partidas inexplicables y cambia todo en un instante.
Fue la mañana de un lunes que Daniel no se presentó a trabajar y Alma tuvo un extraño pálpito de que algo no estaba bien. Dio algunas vueltas por el estudio e intentó no pensar. Por un momento probó de dejar la mente en blanco, pero no funcionó. Agarró su celular y le mandó un mensaje. “Hola Dani, hoy no viniste al estudio, me llamó la atención, ¿estás bien?”. Se hicieron las 18:30 y más tarde las 22 y Daniel nunca respondió. Pensó en llamarlo, o en escribirle otro mensaje, pero después desistió. Al día siguiente, los convocaron a todos a reunión en la oficina. Alma miró entre los demás abogados y trató de encontrarlo a Daniel, pero tampoco ese día estaba. Supo, de parte de una de sus jefas, que el domingo Daniel había sentido un fuerte dolor de cabeza y que lo habían operado de urgencia. Que el pronóstico no parecía favorable y que, en el peor de los escenarios, por un tiempo y hasta recuperarse, Daniel no podría volver a trabajar.
Alma sintió como una puntada le atravesaba el pecho y la respiración se alentaba. Sintió pánico y a la vez tristeza. No supo que pensar, ni tampoco cómo actuar. Pensó en ir hasta el hospital, pero no se animó. En cambio, le mandó un mensaje. “Dani, ¿cómo estás? Supe lo que te pasó. Quería decirte que te mando toda la fuerza para superar en este momento. Podés contar conmigo para lo que necesites, ¿lo sabés no? Espero que sepas también todo y cuánto te quiero”. No tuvo ninguna duda en decirle que lo quería. Todo lo que de verdad lo quería.
Redactó el mensaje y apretó enviar. Después de varias horas recibió la respuesta. “¿Sabías que hoy también estabas muy linda, ¿no? Y que me hubiese encantado que tomemos juntos un café. También quiero que sepas algo. Si no es en esta oportunidad, estoy convencido de que vos y yo nos vamos a encontrar en otra vida, porque pase lo que pase, hay algo inexplicable que nos une desde siempre. Y no tengas miedo, yo te voy a buscar por todos los cielos hasta encontrarte. Espero que vos tampoco te olvides, nunca, de todo lo que te quiero”. Fue un mensaje de despedida. Pero también de ilusión. Hay personas quizás no estén destinadas a estar juntas en esta vida, pero sí en otras. Cuando Daniel falleció de dos meses después, Alma sintió un dolor que nunca antes había sentido, pero una parte de su corazón sonrió de felicidad. Está segura de que algún día se van a volver a encontrar, y cada vez que lo piensa, sigue mordiéndose los labios, con una sonrisa genuina y sagaz.
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