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Sobre las personas que nos salvan

Hay personas que nos salvan. Este texto es sobre una de ellas. Todavía recuerdo la primera vez que lo llamé por teléfono. Me encerré en una de las oficinas de la redacción donde trabajaba y marqué su teléfono sin pensarlo dos veces. Era un mediodía, creo que alrededor de las 12 y él me atendió a los pocos segundos. Al otro lado del teléfono su voz sonaba suave. Me acuerdo que pidió los datos, me pasó la dirección de su consultorio, en Barrancas de Belgrano y quedamos en vernos a los pocos días.

Era la tercera vez en mi vida que llamaba a un psicólogo. Las únicas dos veces que había ido a terapia habían sido después de la muerte de mi mamá, en el 2008 y cinco años después, cuando había decidido retomar el psicoanálisis por consejo de mis hermanos. Nunca había durado demasiado. Creo que porque al principio me parecía raro entablar una relación de confianza con un desconocido. Pero esta vez era distinto. Me sentía demasiado frágil y necesitaba ayuda para entender una parte de mi vida. Por eso ese día lo llamé sin pensarlo. Y tuve suerte de encontrarlo.

Primer encuentro

La primera vez que nos vimos fue una tarde a fines de mayo. Fui hasta la dirección que me había pasado por teléfono, toqué el timbre de su consultorio y esperé unos cinco minutos. Lo único que sabía hasta entonces era que se trataba de un señor, un hombre algo mayor que tiempo atrás había ayudado a una amiga en un momento difícil de su vida.

Ese día bajó del ascensor y me vino a buscar a la recepción. Pelo negro un poco ceniza, altura promedio y un cuerpo magro. La sesión, que tenía que durar como mucho una hora, se extendió durante por lo menos tres. Y él hizo lo que mejor sabía hacer, escuchar. Me escuchó mientras le hablaba de mis pérdidas, de mis dolores y lloraba como nunca había llorado hasta entonces en mi vida con un desconocido. Lloraba con desconsuelo y con tristeza. Mi novio me había dejado y tenía que afrontar una pérdida. Pero no era la primera pérdida de mi vida, ni tampoco, ni siquiera por cerca, sería la más significativa. Me llevaría algún tiempo entender que a veces no lloramos por lo último que nos causó dolor, sino por todas las veces que no pudimos llorar a tiempo.

La terapia como sostén

Después de ese día, empezamos a vernos dos veces por semana. Me sentía demasiado frágil para afrontar tantos cambios. Al mes siguiente de cortar la relación, se sumaron otros eventos de peso: cambié de trabajo y me mudé de casa y de barrio. Por eso, los días que iba a terapia funcionaban en mi vida como una especie de sostén. Era una forma de acomodar de a poco las piezas del tablero que habían quedado desordenadas y yo con tanta angustia, no sabía por dónde empezar. Tengo que decir que al principio no fue fácil. Las sesiones se extendían a veces por dos o tres horas. Yo llegaba a su consultorio y Alejandro siempre dejaba preparados sobre la mesa un par de pañuelos por si yo lloraba. Las lágrimas se me salían de los ojos a borbotones.

Quizás fue que lloré tanto, que un día finalmente encontré el alivio y dejé de llorar. Pero me llevó tiempo. Pasaron muchos meses hasta que pude acomodarme. Y en el medio también pasaron muchas cosas. Volví a ver a mi ex novio, sentí pena por humillarme a mí misma, bajé de peso hasta llegar a los 44 kilos, me mudé dos veces, cambié de trabajo y después de todo eso, decidí que era momento, finalmente, de empezar de nuevo otra vez. No hay lágrimas que no dejen enseñanzas. En todo ese tiempo, aprendí muchas cosas. Y Alejandro, mi psicólogo, fue una persona clave.

Aceptar los cambios

Me ayudó a entender una parte de mi vida que nunca había salido a la luz. Me ayudó, también, a no ser tan dura conmigo misma, a ser más compasiva y sobre todo a respetarme. También a aceptar los cambios de la vida y a entender que ningún dolor es eterno. “El amor es una construcción de dos personas en el tiempo”, solía decirme muchas veces cuando trataba de entender por qué alguien al que yo había elegido, me había abandonado. Un día me dijo que en realidad no lloraba por él, lloraba por todas las pérdidas que había sufrido a lo largo de mi vida, las más importantes –mi mamá, mi abuela, mi tío– y que no había podido de verdad llorar.

«Volver a pasar por el corazón»

Cuando hablábamos de los recuerdos y sacaba mi pasado a la luz, me preguntaba si sabía el origen de la palabra “recordar”. Él decía que venía del latín re-cordis y significaba “volver a pasar por el corazón”. Gracias a Alejandro conocí el poema de Rudyard Kipling, “Sí”.

Un día, en una de las sesiones, cuando ya estaba mucho más acomodada, y mientras al mismo tiempo seguían apareciendo cosas de mi vida por resolver, me preguntó si lo había sentido alguna vez y lo fue a buscar. Lo tenía impreso en unas fotocopias y me dijo si quería que lo leyéramos. “Si puedes soñar sin que los sueños te dominen / si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo / si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera (…) Si puedes apilar todas tus ganancias y arriesgarlas a una sola jugada; y perder, y empezar de nuevo desde el principio y nunca decir ni una palabra sobre tu pérdida”. Claro que no pude dejar de emocionarme y a la vez sentir alivio.

Tener un plan

También, con él, empecé a planificar lo que sería para mí una nueva búsqueda y un nuevo comienzo. Le conté que tenía ganas de viajar a Italia para hacer la ciudadanía. “Tenés que tener un plan”, me dijo en una oportunidad. Después de una de las que serían nuestras últimas sesiones, anoté una frase que siempre recuerdo: “Si querés mucho algo búscalo, pero sabe que te podés lastimar con las espinas del rosal. Es muy probable que sufras, pero también es muy probable que ganes”. Con el tiempo empecé a ir cada dos semanas.

También podés escuchar el relato aquí 

Una vez le dije que me sentía preparada para afrontar los cambios que aparecieran en mi vida y le agradecí por ayudarme a encontrar las herramientas. Por salvarme en uno de los momentos difíciles de mi vida. Me quedó pendiente leer juntos un texto que le había escrito a mi mamá y que nunca pudimos terminar de leer porque a mí –cada vez que probaba de leerlo– se me hacía un nudo en la garganta. Me quedó pendiente decirle que lo quería. Que fue una persona tan especial, una de las personas que más me ayudó en la vida y que siempre, por eso, le voy a estar agradecida. Que siempre lo voy a recordar.

Llamado y despedida

El año pasado, antes de irme de viaje, lo llamé para despedirme y para contarle que, al fin, me estaba a punto de lanzar a la aventura. Quería que él, antes que nadie, lo supiera. Una noche estaba tomando un helado con mi papá, su novia y la mamá cuando me sonó el teléfono. Era Alejandro que me llamaba para contarme que en pocos días lo iban a operar del corazón. Era la segunda operación del corazón en su vida.

Recuerdo que me alejé por un instante de donde estaba sentada con mi familia y me fui un poco lejos para hablar con más tranquilidad. Le dije que todo iba a salir bien y que una vez que estuviese recuperado hablaríamos seguro por video llamada. Le dije que le mandaba un abrazo grande y nos despedimos como siempre nos despedíamos por teléfono. Cuando lo llamaba un poco de sorpresa él siempre me preguntaba si estaba bien. Y si no podía hablar, porque tenía otros pacientes, o por la razón que fuese, siempre me volvía a llamar. Siempre estuvo presente.

Un mensaje de WhatsApp

Después de que llegué a Italia, en agosto, probé de escribirle un mensaje por WhatsApp, pero nunca más volvió a responderme. No supe hasta diciembre que la operación se había complicado y que su situación de salud era tan delicada como irreversible. Cuando me enteré de lo que había pasado, no pude evitar sentir una angustia punzante en el pecho. Estuve como una hora dándole vueltas a los pensamientos que me venían a la cabeza. A los recuerdos. Después de un rato le escribí a mi amiga, la que fue a terapia con él y que no hacía mucho había retomado los encuentros.

“Hola Flor, no hablo con Alejandro desde octubre (…) Yo me despedí un día en sesión con un abrazo y después nunca más lo vi. La última vez que fui le conté que con Diego nos habíamos dejamos de cuidar, me hubiese encantado contarle que estoy embarazada. Casi todos mis crecimientos fueron con y gracias a él”. Nos emocionamos juntas y le agradecí por haber sido un puente entre nosotros. “Vos fuiste la que me acercó hasta él y fue esa conexión la que me terminó salvando. Agradezco esa bendita tarde que me pasaste su teléfono”, le respondí a mi amiga. Por último, escribí: “Hay personas que nos salvan y yo creo que él un poco nos salvó”. 

mfgagliardi

Soy periodista argentina nacida en Buenos Aires y vivo desde 2019 en Modena, Italia. Acá escribo de todo, libre y sin tapujos.

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