
Recuerdos de mi abuela
Caballito es un poco ella, Francisca o Elvira, para mí, sólo la abuela. Hace algunos años que ya no está, pero el barrio conserva un soplo de su vida. De sus risas alborotadas, de sus berrinches de quinceañera. Los recuerdos tienen la capacidad de transformarnos. Llegan como aromas y sonidos que recrean instantes.
Durante la infancia íbamos a su casa por las mañanas. Nos despertábamos temprano y nos vestíamos medio dormidos. Agarrábamos las mochilas, caminábamos por el pasillo de casa y subíamos al auto de papá, un Renault azul algo despintado.
Los días de invierno, cuando el coche no arrancaba por el frío, mi hermano cruzaba los dedos y me miraba con complicidad. Teníamos la superstición de que, si hacíamos eso, el auto arrancaría. Avanzábamos por la calle Tandil, hasta la Avenida Directorio y doblábamos en Emilio Mitre, justo en la esquina del tranvía.
A veces la acompañaba a hacer las compras y salíamos con un changuito rojo. Íbamos derecho por la calle Del Barco Centenera hasta llegar al Mercado del Progreso y de ahí pasábamos al Mercado de Primera Junta. A veces íbamos al shopping de Caballito, donde la abuela se frenaba en el McDonald’s y me compraba un helado de vainilla. Nunca fui muy consciente de su edad, porque para ella era un tema tabú. Decía que después de los 50 uno cumplía años para atrás, así que por las dudas mucho no preguntaba.
La abuela se vestía con polleras largas, pantalones tipo palazos y remeras holgadas. Se maquillaba, perfumaba y pintaba la boca con un labial rosado. Y nunca faltaba la oportunidad para sus rulos y la tintura. A veces caminábamos por la calle y mirábamos a la gente y ella se reía como una adolescente. Me decía “flaca escopeta” y antes de ir al colegio me peinaba dejándome una media cola perfecta.
La abuela era una mujer sencilla, cabeza de familia. Se sentaba al frente de la mesa y nos miraba a todos con el ceño fruncido y muecas de sonrisa. Su mirada lo decía todo, incluso cuando algo no le gustaba. Se sentaba última porque siempre estaba en los detalles. Cocinaba como los dioses y sus platos eran de otro mundo. Mis preferidos eran los canelones de ricota y verdura. Ni bien llegábamos a su casa nos hacía lavar las manos. Era meticulosa y muy pulcra. Nos reíamos mucho. Después de la sobremesa, ella ponía la pava y cebaba unos mates. Era como una especie de ritual.
Había días en los que sentaba en su sillón y miraba a todos los que pasaban por el pasillo con la puerta medio entreabierta. Sabía quién era la mujer del quinto y quién el hombre del octavo. Ya más de grande a veces se quedaba dormida con la televisión encendida y no faltaban las peleas con el abuelo, que quería poner una película y ella un canal de chimentos. Cruzaban algunas palabras y lo mandaba directo al cuarto, donde había otra televisión. Él se iba callado y asentía, porque si la abuela se enojaba las cosas se ponían bravas. Podía pasar días sin dirigirle la palabra. Por eso el abuelo ya sabía lo que tenía que hacer.
Una vez me contó cómo se conocieron. Fueron a uno de esos bailes de antes y él la quiso conquistar. Ella no le dio atenciónb, pero después de un tiempo se volvieron a encontrar. El abuelo le propuso casamiento y la abuela dijo que sí. Así empezaron su historia, con algunos “no” y con algunos “sí”.
Había mañanas en las que mientras cocinaba escuchábamos la radio. Recuerdo muchas cosas de mi abuela. Nuestros paseos por el Parque Chacabuco, cuando estacionábamos el taxi del abuelo y contemplábamos cómo caía la tarde sobre la Avenida Asamblea, mientras tomábamos mate y hablábamos de la vida. Recuerdo sus llamados por teléfono y sus mensajes en el contestador para preguntarnos cómo estábamos.
La última vez que la vi fue un 16 de abril, el día de mi cumpleaños. Le dije que la iba a ir a visitar pronto y le recordé que la quería. A los días me despertó el ruido del teléfono por la mañana. Era mi papá diciéndome que me vistiera rápido porque la abuela se había caído. Agarré lo primero que pude y con el corazón afuera del pecho corrí hasta la esquina para tomar un taxi hasta el Hospital Durand. Cuando llegué lo vi al abuelo agarrándose la cabeza con las dos manos y a mi familia con cara de desconcierto. Al rato salió de la guardia una de las médicas y dijo que lo lamentaba, que no habían podido hacer nada. Que la abuela había fallecido.
Lloramos abrazados, sentimos de cerca el vacío. Y nos unimos para sobrellevar la pérdida. Pasaron los días y el tiempo dejó su huella. Muchas veces me pregunté qué habría pasado si la hubiese visitado antes. Me hubiese despedido con más abrazos, más palabras, más besos. Ahora vivo en Parque Chacabuco, a una cuadra de Avenida Directorio, justo en el límite de Caballito, a metros de la esquina del tranvía. A veces camino por la calle, cierro los ojos y la encuentro. Siempre llega con sus risas alborotadas. Ahí está la abuela. Mi querida abuela.
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