Le dije que yo no hubiera podido. Que no todos estamos preparados para tratar así a los huesos. Él replicó que hasta los había acomodado en la caja del nuevo nicho. Lo miré de reojo y traté de ver si no había en su rostro. Pero no. No vi nada.
¿Viajás sola?, pregunta el hombre que maneja el taxi. Acomodo mi bolso en los asientos de atrás, dejo la mochila entre mis pies, y le contesto que sí. ¿Te molesta la radio?, pregunta después y le digo que no, que por mí la radio está bien.
Me despierto y miro el reloj. Son las 6.29 y pienso que por suerte ya no estoy ahí, en el local abandonado entre las moscas y cucarachas. Y siento alivio de no estarlo. Me dan miedo los bichos voladores. Todavía con los ojos medio entreabiertos a punto de volver a dormir pienso en qué dicen los sueños. Qué extraño significado tendrán.
«El Tano» se da vuelta y suspira despacio. Quizás es la memoria que le trae recuerdos. No siempre es fácil volver al pasado. Pero “El Tano” vuelve. Ahora, arriba de un taxi, 35 años después.
La abuela era una mujer sencilla, humana, cabeza de familia. Se sentaba al frente de la mesa y nos miraba a todos con el ceño fruncido y muecas de sonrisa. Se sentaba última porque siempre estaba en los detalles.
Alejandro, mi psicólogo, me ayudó a ser más paciente. A entender que el cambio es casi inevitable. Que cambiamos todo el tiempo y que aferrarse no sirve.
Pasarán 180 días en total hasta que Juan sepa que ese algo circular, abultado y más grande en su axila izquierda es un linfoma de Hodgkin.
Decir adiós requiere, ante todo, valentía. Te obliga a convencerte de que sólo el tiempo traerá eso que todos algún día necesitamos: alivio.