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El ejercicio es un viaje personal

Hay una publicación de Instagram con el dibujo de una chica que aparece sentada en aparente estado de fatiga. El dibujo la muestra con los pómulos rojos y el rostro cansado. El texto que acompaña la imagen dice esto: “El ejercicio es un viaje personal, para muchas personas (como yo) ha sido un viaje largo y difícil. El ejercicio es un tema sensible para muchos, y va más allá del amor propio o del «échale ganas»”.

Miro la imagen y reflexiono sobre mí misma. Hace una semana, quizás dos, me anoté en un gimnasio. Pagué 12 euros por una tarjeta que me ofrece dos clases de prueba y que reenvié a mi familia con cierto “orgullo” como diciendo “miren, di el primer paso”.

Lo hice también como una forma de ya no tener excusas. Se supone que no debería tener excusas para hacer ejercicio, pero yo siempre las encuentro. Si no es por una cosa, me las arreglo a la perfección para que sea por otra. El clima, la distancia, las tareas, el trabajo, las responsabilidades y muchos más etcétera, etcétera, etcétera.

Un vínculo complejo

Mi relación con el ejercicio es particular, sobre todo porque nunca fui de esas personas a las que hacer actividad física se le dio como algo natural o fácil. Podría describir muchas escenas que retratan a la perfección mi vínculo complejo y hasta embarazoso con la actividad física. Por ejemplo, cuando tenía 18 o 19 años me anoté en un gimnasio que quedaba a una cuadra de mi casa y, la única vez que fui, refunfuñé toda la hora queriéndome ir lo antes posible.

Más de grande, a los 26, por ahí, me anoté una vez en CrossFit y aunque intenté ponerle mucho simpatía y esfuerzo las pocas veces que fui, al mes me di por vencida porque en una clase me apartaron de los demás y me dejaron a un lado por no seguir el ritmo. La vergüenza pudo más. La única actividad con la que me sentí a gusto fue la de salir a correr, en soledad, cuando vivía en Buenos Aires. Después de eso hubo altos y bajos, con más o menos ejercicio, y ahora, desde hace más de un año, absolutamente nada.

Hacer ejercicio me cuesta. Ya lo dije, pero lo vuelvo a repetir por si no quedo del todo claro. Soy como la chica de la imagen que se cansa rápido y no quiere saber nada con hacer actividad física. Me cuesta aplicar mi perseverancia al ejercicio, aun sabiendo cuán necesario y saludable es por muchísimas razones. Y siempre termino haciendo lo mismo: encontrando excusas para no hacerlo.

La calma y las excusas

Hace unos días alguien me dijo que necesitaba “obligarme”, que era demasiado laxa conmigo misma. Que me tomaba el asunto del ejercicio con mucha calma. Y es verdad. Me lo tomo con mucha calma por fuera, pero la verdad es que por dentro siento la presión. Los dedos señaladores de los demás que me apuntan como diciendo “tenés que hacer ejercicio ya mismo”. Y ahí es cuando me sofoco en un segundo. No soy una persona que disfrute de hacer cosas por obligación. Es como si en el fondo sintiera que tengo que hacerlo por los demás. Entonces pienso «tengo que hacerlo por mí misma”, pero después me relajo y ahí, justo ahí, es cuando aparecen las excusas.

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El martes, por ejemplo, había señado en el calendario una clase de 14 a 15, pero en el medio apareció otra tarea y la actividad física quedó en un segundo plano. El miércoles también encontré otras cuestiones más “prioritarias”. Es verdad que siempre encuentro excusas. Entonces pienso que quizás es cierto que deba obligarme.

Destrabar el engranaje físico (y sobre todo mental) que me tiene en pausa, como bloqueada para poder iniciar. Quizás sea cuestión de dar un primer paso con ímpetu y voluntad en este viaje personal, que para mí, como para la chica del dibujo de pómulos rojos y rostro cansado, ha sido desde siempre un viaje largo y difícil. Pero aun así, todavía creo que es posible intentarlo, aunque esta vez sin tantas excusas.

mfgagliardi

Soy periodista argentina nacida en Buenos Aires y vivo desde 2019 en Modena, Italia. Acá escribo de todo, libre y sin tapujos.

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