
El cáncer y la vida hasta el final
La primera vez que alguien me habló del cáncer y entendí el vendaval que estaba a punto de ocurrir era marzo de 2008 y tenía 17 años. Hasta ese día no sabía nada de la enfermedad, o sabía muy poco. Alguna que otra vez había escuchado mencionar la palabra al paso, como algo lejano en mi vida y presente quizás en la de los demás, y tal vez la había estudiado en las clases de biología de la escuela. Pero hasta ese día no tenía ninguna certeza de lo que en realidad el cáncer significaría para mí.
Hay una imagen que siempre vuelve. Mamá sentada en una reposera de color blanco y amarillo en el patio de nuestra casa del barrio de Flores, con un pañuelo beige de puntitos marrones alrededor de la cabeza, mientras sus ojos marrones miran desorbitados hacia algún lugar fuera de foco. No es un instante común y corriente, pero fingimos que la vida está bien. Fingimos la normalidad. Es una de las tantas mentiras que nos repetimos cuando no sabemos cómo lidiar con la desesperación.
Como si se tratara de una bomba a punto de estallar, el cáncer empezó mucho antes de lo que imaginábamos. El primer síntoma fue la tos. Una tos con un catarro bestial que nos despertaba por las noches y no nos dejaba dormir. Una tos violenta, dolorosa. Nunca había escuchado a nadie toser así, con esa intensidad. Parecía que los pulmones se le iban a salir del cuerpo. Que le iban a explotar.
Todavía puedo sentir sus palabras anticipándome el desastre. “Me salió un nódulo”, me dijo. Se levantó la remera para mostrármelo y para que lo tocara. “Es acá, lo ves”, lo señaló, mientras yo llevaba mi mano para intentar palpar eso que le había salido en su cuerpo y que hasta ese momento no sabíamos de qué se trataba. “Tenés que prometerme que si me pasa algo vas a salir adelante”, me dijo, mirándome fijo a los ojos, conteniendo la respiración, mientras que a mí las lágrimas me inundaban el corazón de tristeza. “Te lo prometo”, respondí.
Nadie está preparado para la muerte. Ni los que ya vieron alguna vez a alguien morir, ni tampoco los que jamás sufrieron una pérdida. Quizás por eso la muerte es un tema tabú, un tema del que no se habla o se habla poco. Después de que apareció en mi vida la palabra “cáncer” me hice la estúpida hasta que no pude soportar los nervios, entré a Internet y busqué toda la información que pude hasta descubrir de qué se trataba. Escribí “cáncer de pulmón” y a los pocos minutos sentí cómo la desesperación me atravesaba el cuerpo de punta a punta. Después lloré encerrada en el baño, sentada al lado de la puerta, con la luz apagada y en silencio. No quería que nadie supiera de mi desolación.
Dicen que la muerte es parte de la vida, y que cuando llega, hay que abordarla. Prepararse. Estar dispuestos a aceptarla para trabajar las despedidas de los que se van. Los cierres de biografía. En los ocho meses que siguieron hubo tantos picos de tristeza como de felicidad. Mucho antes de su partida, y al poco tiempo de enterarnos de la enfermedad, el día de mi cumpleaños, un 16 de abril, me derribé en la cama de mi habitación.
No sabía cómo actuar ni tampoco qué hacer, cuando apareció mi hermano, cerró la puerta y expulsó una bocanada de sinceridad que nunca voy a olvidar. “De ahora en más si tenés que saltar, vas a saltar, si tenés que reír, te vas a reír y si te tenés que convertir en un payaso, aunque sea por cinco minutos, te vas a convertir en un payaso, pero para llorar ya habrá tiempo, ahora es momento de acompañarla”, me dijo. Y yo acepté cada palabra de ese contrato. Para llorar ya habría demasiado tiempo. Para aceptar su muerte, también.
Una de las imágenes más fuertes sucedió una tarde, cuando volvió de la peluquería. Había ido con dos de sus hermanas. Uno de los momentos más difíciles en la vida de una persona con cáncer, y en la de su familia también, es después de las primeras quimioterapias, cuando el pelo se empieza a caer. A ella se le cayó rápido. Tampoco es que tuviera mucho pelo, pero decidió que la mejor opción sería pelarse y asumir lo que estaba pasando, o sea, la enfermedad. Ahora pienso en lo valiente que fue. Cuando llegó a mi casa, tardé algunos minutos en salir del cuarto. Estaba en mi escritorio y tuve miedo, por algunos instantes, de no poder enfrentar ese momento. Pero me envalentoné de coraje y fui a abrazarla.
Al poco tiempo nos enteramos que el cáncer se había diseminado a otras partes de su cuerpo, entre ellas a su hígado y a su cerebro. Un día de agosto habíamos quedado en almorzar en familia, pero mamá, que se había divorciado de mi papá hacía menos de un año y que vivía en un departamento de dos ambientes a 15 cuadras de casa, nunca llegó. Insistimos y cómo no respondía, fuimos a buscarla.
Estaba perdida y desorientada en el tiempo. Y con los días, las cosas empezaron a empeorar. Era un edema cerebral. Su cabeza había eclosionado y hecho corto circuito. No sabía dónde estaba y con el correr de los días tampoco sabía quiénes éramos. Pasaron por lo menos dos o tres semanas hasta que con los corticoides el edema desapareció y volvió a ser la que era. O lo que quedaba de ella.
Una tarde, volviendo a la casa de mi tío que era médico y que nos ofreció quedarnos ahí para cuidarla, después de una sesión de rayos sus piernas empezaron a flaquear. Fue como si se hubiese olvidado de cómo caminar. “Despacio, tranquila, está todo bien”. No sé qué palabras habré pronunciado, porque no me las acuerdo exactamente, pero hay momentos de la vida donde uno aprende a respirar profundo y a contener el drama. Y ese fue uno.
***
Es el año 2016. Son más de las siete de la tarde de un día de invierno. Estoy en el colectivo volviendo a casa después de una entrevista con un médico paliativista y siento un nudo en la garganta. El psicólogo siempre me preguntó por qué evito hablar del tema. Y es que hablar de la muerte duele. Por eso evitamos que se cuele en nuestras conversaciones. Porque no sabemos cómo reaccionar frente al dolor. Pero con el médico hablamos durante una hora de la muerte y de cómo afrontarla.
Lleva puesto un buzo gris, un pantalón azul marino y habla con calma. No sé en qué momento, pero de un instante al otro aparecen dos palabras claves “cuidados paliativos”. Entonces le digo que yo sí conozco de qué se trata. Estoy sentada frente a él mientras cae la noche y dispara la primera pregunta. “¿De qué murió?”. Le contesto que de cáncer y le explico. Viajo en el tiempo para buscar en mi memoria los recuerdos. Y los encuentro. Le hablo de la enfermera que asistió a mi mamá 15 días antes de morir. Me pregunta el nombre y le digo que no me lo acuerdo. ¿Te acordás cómo era? Tampoco. Pero me acuerdo de las palabras. Lo que dijo el día en que la llamamos desesperados porque la estaban dejando morir, como si los últimos instantes de la vida de alguien no valieran nada. Entonces aparece esta imagen: mamá sentada en la reposera amarilla con la mirada perdida y una sola frase, que nos amaba. Después las palabras de la enfermera. “Se va a morir de un paro cardiorespiratorio, al que le toque estar en ese momento tiene que saber algo, es importante dejarla ir. Ellos saben que se están yendo”.
***
Después de la visita de la enfermera, no pasó mucho tiempo hasta que el cáncer explosionó por completo. Una ambulancia, una camilla, la desesperación. Un hospital, una máscara de oxígeno, una traqueotomía. Horas de espera. Horas de angustia. Nadie está preparado para la muerte. Ni los que ya vieron alguna vez a alguien morir, ni tampoco los que jamás sufrieron una pérdida. Es el año 2008. Es noviembre, ya cumplí los 18 y parece que estoy lista. Aunque creo no estarlo. Es de mañana y llego al hospital sola. Voy hasta el cuarto y después de media hora sucede lo que estaba previsto. El oxígeno en sangre empieza a caer. Es el final, lo sé porque alguien me dijo cómo iba a suceder. Dos noches atrás pensé que nunca estaría lista para afrontar este momento. Y, sin embargo, lo estoy. Sé que en los próximos minutos la vida se va a apagar y tengo que ser valiente. “Es importante dejarla ir. Ellos saben que se están yendo”.
Las palabras de la enfermera regresan. Acompañar a morir es parte de la vida. Sostengo las manos de mi mamá. Su expresión es de calma y sus pómulos están coloridos. Le digo que se quede tranquila, que vamos a vivir la vida que hubiese querido que vivamos. En otras palabras, que vamos a ser felices. Se lo prometo. Entonces, de un instante al otro, la respiración se detiene y el alma se va.
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Es el año 2020. Pasaron ya casi 12 años de ese día y todavía sigo pensando que nadie está preparado para dejar ir. Que la muerte asusta y muchas veces duele. Pero pienso también que morir también es parte de vivir. Y que la muerte no debería ser un tema tabú, que se debería hablar más al respecto. Para aliviar el dolor de los que se van y también para aliviar la tristeza de los que se quedan. Y aunque parezca que no estamos nunca listos para enfrentarnos al dolor, sí estamos listos para aceptarlo y resignificarlo. Y por qué no, también, para cumplir promesas.
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