Decir adiós no es fácil. Requiere, ante todo, coraje. Pero también decisión. Es la aceptación de que algo ya no está, de que algo ya se fue. Es inflar el pecho, contener la respiración y avanzar con la mirada hacia adelante, nunca hacia atrás. Decir adiós es algo humano. Es entender que la vida no es estática. Que la vida sigue, se mueve y cambia. A veces más rápido de lo que pensamos.

Pero decir adiós es sobre todo un acto de amor. Quizás el más grande. Es soltar, sin aferrarse. Es dejar ir. Es cambiar la perspectiva, sin anclarse al pasado. Sólo al ahora, sólo al presente: ni ayer, ni mañana, ahora y hoy.
Decir adiós duele y resquebraja. No es fácil decir adiós. Luchar contra la pérdida. Contra el vacío. Contra ese monstruo que te despierta por las noches y te deja al borde del knockout. Decir adiós requiere, ante todo, valentía. Te obliga a convencerte de que sólo el tiempo traerá eso que todos algún día necesitamos: alivio. Decir adiós es dejar fluir. Decir adiós es también vivir.
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