Experiencias

La aventura de ver poco, o no ver nada

Por Florencia Gagliardi 

Uso anteojos desde los cinco o seis años. Todavía no sé pero por algún motivo mi mamá decidió guardar los primeros anteojitos bien chiquitos que tuve. Y yo todavía los conservo. Eran rosas. Como los de ahora. Pero más redonditos. Así como se ven. Yo era mini, muy mini, pero me acuerdo muy bien estar sentada en el sillón marrón oscuro del oculista, en Caballito, y escucharlo decir que me iba a tener que recetar anteojos o anteojitos. Porque yo era mini, muy mini. Y también me acuerdo de la cara de alivio de mi hermano cuando salió del consultorio de paredes amarillas ahí en Caballito más contento que yo porque él sí veía bien. Él no tenía que usar anteojitos.

Con el tiempo crecí, cambié de anteojos muchas veces. Quizás unas diez o doce. «Cuando tengas 25 te vas a poder operar», me decía el médico. Y para ese momento, en que yo tenía quizás 12 o 14, siempre faltó mucho. Así que me conformé con usar anteojos las veces que quise, tomarme varios colectivos diferentes, y pasar un tanto de vergüenza cada vez que alguien me veía, saludaba y yo ni bola. Es que no veía. En mi familia siempre intentaron descrifrar de dónde venía mi miopía. Si de un abuelo, un tío, de un bisabuelo o de quién. Porque el asunto es que era la única con el «problemita de la vista». Por eso, a medida que fueron pasando los años me amigué con las lentes de contacto, me subió la miopía, me creció el astigmatismo, apareció el estrabismo y todas esas cosas que sólo conocemos nosotros, los que caímos en la desgracia de los anteojos o anteojitos.

Una vez, a los 19 o 20 años, tuve la mala suerte de perder dos pares de anteojos en dos días y como me iba de vacaciones no me quedó otra que andar con unos anteojos marrones de sol que tenían, por suerte, aumento, porque claro, yo no veía. A la vuelta, como me había quedado sin prepaga por motivos que ahora no vienen al caso, decidí ir al Hospital Oftalmológico Santa Lucía. Pero cuando llegué, el señor de seguridad me dijo que si quería el turno me iba a tener que quedar esperando toda la noche. Y yo, que no veía, dije que sí. Un poco porque era una especie de aventura. Otro poco porque era una urgencia. Esa noche, sentada en una silla de plástico, mientras corrían las agujas del reloj me sentí menos sola y vi muchas personas que, como yo, estaban en la misma, aunque en otras situaciones. Se hicieron las 8, me vio el doctor y me recetó unos nuevos anteojos o anteojitos. Pasaron seis años y la idea de la operación y los estudios se hizo realidad.

Esta mañana fui a una clínica. Pasé por dos consultorios. Me anestesiaron los ojos y me pusieron algo que no sé si era para medir la presión o qué. «¿Me va a doler?», pregunté algo aterrorizada. La chica, rubia y de uniforme blanco, me tranquilizó y me dijo que no. «La semana que viene te ve el cirujano». Y me fui. Tranquila y contenta. Llegó el día: tengo 26, me hice «los estudios» y ahora espero que el láser sea la mejor opción. La única. Nada de microcirugías y cosas raras. Veinte años después de esos seis creo que es hora de dejar los anteojos o anteojitos. Creo que es hora de decirle adiós.

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