En una libreta de tapa dura y hojas rayadas hay un nombre y un teléfono. En una de las primeras páginas aparece escrita una dirección, un barrio y cuatro líneas de colectivo. Me acuerdo que eran cerca de las 12 de un mediodía de mayo de 2015. Una amiga me recomendó que lo llamara porque a ella la había ayudado y dijo que a mí podía ayudarme. Así que llamé y dije esto: «Hola, soy Florencia, cuándo podríamos tener una sesión». Al otro lado del teléfono la voz se escuchaba suave. Después de preguntarme mi nombre y anotar mi teléfono, acordamos un día y una hora. Así empezó todo.
Cuando hablo de él, hablo de Alejandro, mi psicólogo: un hombre de quizás sesenta y pico de años, pelo ceniza y contextura delgada. Ojos marrones o grises, cejas tupidas y oídos resistentes. El día de nuestra primera sesión no sé si fue un lunes, un martes o un viernes. No lo recuerdo. Lo que sí me acuerdo, en cambio, es de mi estado de “crisis”. Llegué y hablé mucho. Después lloré con vergüenza, sintiendo que las lágrimas me salían a borbotones, una tras la otra. Lloré por decepción, por tristeza, porque me sentía perdida. Porque no entendía. Hasta que de tanto llorar, me tranquilicé. Al mes siguiente empezaron los cambios. Terminé una relación, embalé cajas y me mudé. Y seguí llorando, con los recuerdos de algo que se había terminado.
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Pasaron los meses, llegó el verano y después el otoño. En ese tiempo hablamos de los duelos y de las pérdidas. De otras que llevo conmigo. Del amor y del encuentro. De los tiempos para dejar ir. De la aceptación. Yo que siempre había renegado de ir a terapia, por pensar que se trataba de “locos”, estaba equivocada. Alejandro, mi psicólogo, me ayudó a ser más paciente. A entender que el cambio es casi inevitable. Que cambiamos todo el tiempo y que aferrarse no sirve. Que dejar ir es natural y hasta necesario. También que somos consecuencia del pasado, de nuestra historia, y que quizás buceando en el tiempo, hurgando acá y allá, podamos entender algunos porqué, que nada es porque sí.
Ahora nos vemos cada quince días, a veces más, a veces menos, y hablamos. Yo llego, me siento y lo miro. A veces me detengo en algunos detalles tontos y hablo del clima y de las cosas chiquitas. Hace algunos días nos volvimos a encontrar. Hablamos del presente y del futuro. De los deseos. «¿Qué te gustaría que pase de acá a un tiempo?», me preguntó. Y yo, que a veces no doy espacio para los silencios, le conté de mis sueños. Casi al final hablamos del amor y me dijo que nace por elección y no por necesidad. Que uno elige. Que uno siempre elige. Y que a veces necesitamos pasar por algunas tormentas para ganar sabiduría.
Al final de la sesión me acompañó hasta la puerta. En el ascensor hablamos de nuevo del clima y de las cosas chiquitas y los dos coincidimos en que había sido una charla linda. Ya en la puerta lo saludé y me fui, un poco más liviana como siempre. Saqué el celular y caminé por Av. del Libertador. Primero le escribí a mi amiga y le agradecí. Después mandé este mensaje. «Tuve una sesión hermosa».