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Escritura & Periodismo

La mujer que volvió a vivir después de Chernobyl

Dos meses antes de la tragedia Ludmyla Panasetska soñó que estaba en la ciudad de Prípiat y veía gente asustada. En el sueño los edificios eran altos, negros y las personas se movían como hormigas.

Algunos días previos, su hijo de dos años había estado jugando con la puerta del placard, cuando el espejo se cayó y se quebró sobre la alfombra en pedazos chiquitos. Ludmyla sólo recogió los vidrios y los tiró a la basura.

Ahora, treinta años después, en su casa del barrio de Villa Luro -donde vive hace diez años- Ludmyla cree que los sueños y el espejo eran una advertencia de que iban a pasar cosas malas. Los sueños, para ella, significaban algo. Como cuando soñó que se le caía una muela rota, sin sangre y se lo contó a su marido Dmitri Kvitnytska. Le dijo que alguien iba a morir y a la mañana siguiente, el 10 de noviembre de 1982, el Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, Leonid Brezhnev, se murió de un ataque al corazón.

Por eso cuando explotó el reactor cuatro de la central nuclear de Chernobyl, el 26 de abril de 1986, lo primero que se acordó Dimitri fueron de los sueños. ¿No soñaste nada?, le preguntó. Ludmyla no imaginó que la pesadilla se transformaría en realidad y se convertiría en una de las mayores catástrofes de la historia.

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La casa de Ludmyla está en Miranda al 5000, en el barrio de Villa Luro. La construcción es antigua. La ventana tiene rejas negras y dos farolitos que dan un aire colonial. El timbre no funciona. Ludmyla -rubia de ojos celestes y metro sesenta- abre la puerta y saluda. Después abre otra puerta y avanza. En la cama ortopédica hay un hombre recostado. En la sala, de cuatro por cuatro, un televisor está apagado y reina el silencio. Sobre una mesa cuadrada hay papeles y medicamentos. Ludmyla sonríe. El hombre que está acostado mira algo desorientado y esboza también una sonrisa. Ludmyla dice “Chernobyl”. Después lo señala a Dmitri y dice: él es un héroe. A Dmitri se le borra la sonrisa y solloza. Una vez, dos. Ludmyla vuelve la cabeza al frente y mira con desconcierto. No sabe qué decir, ni sabe qué hacer. Por eso sólo sonríe.

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La noche de la explosión los Kvitnytska estaban miraban un programa de televisión cuando escucharon un ruido extraño. Después un temblor. Nadie le dio importancia. Se acostaron y se fueron a dormir. Al día siguiente la rutina continuó con normalidad. Dmitri se levantó a las 8 de la mañana y se fue a trabajar al ferrocarril. Ludmyla, que recién se despertaba, escuchó las voces de alerta. Una vecina le contaba a otra del accidente en la central nuclear. A las 12 del mediodía, durante el horario del almuerzo, Dmitri llegó a su casa y lo primero que hizo cuando vio a su mujer, en ese momento embarazada de ocho meses, fue decirle que no podía salir. Y ella le contestó que ya había salido. Que el edificio era antiguo y no tenía baño. Que el baño estaba afuera. Y que además de ir al baño, había ido a buscar agua y a tirar la basura. La única respuesta que tuvo Dmitri fue que no saliera más porque había explotado todo.

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Ludmyla y Dmitri se mudaron a la estación Yaniv, a un kilómetro de Prípiat, el 14 de agosto de 1985. Llegaron por consejo de una prima que se había casado hacía poco y les había hablado maravillas de la ciudad. Que era linda, que todos eran jóvenes, que la edad media era de 30 años y que había un montón de mujeres embarazadas. Y ellos, que ya tenían un hijo y esperaban a otro, no lo pensaron. Dmitri consiguió trabajo en el ferrocarril como administrativo y Ludmyla en un jardín. A los 25 años se mudaron a un edificio de dos pisos y empezaron a vivir en una pieza de 24 metros cuadrados. Ludmyla no se enteraría hasta después del accidente que su casa estaba ubicada en “zona peligrosa”.

— Nuestro edificio era grande, con muchos departamentos. Una vecina lo sabía y nos lo dijo después de que pasó la explosión, pero no dio detalles.

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La evacuación de Prípiat, que alojaba 50.000 habitantes, tendría lugar un día después, durante la tarde del 27 de abril de 1986, con una promesa: que a los tres días regresarían. Pero nunca nadie regresó. Ludmyla, Dmitri y su hijo abandonaron Yaniv 28 horas después de la explosión. Les golpearon la puerta y les dieron la orden de juntar sus cosas e irse.

— No había información. Nadie sabía nada. Alguien dijo que en Prípiat estaba la milicia. Nosotros agarramos los documentos y algo de comida. Yo salí con ropa de embarazada. Tenía un vestido rojo con cuadritos negros y un tapado de cuerina, una boina y sandalias. Llegamos hasta la ciudad de Cherníhiv. Mis padres no sabían nada. Sólo le conté a mi mamá en secreto. Le dije que había ocurrido una tragedia.

Los que sí se enteraron del desastre un poco más rápido fueron los padres de Dmitri. Lo primero que hizo su suegra fue ir a comprar un pasaje. Pero le explicaron que ya no vendían pasajes, que los trenes ya no llegaban hasta Yaniv. Y ella, asustada, cerró los ojos y los vio a todos muertos. Primero pensó que había explotado una bomba y quedó paralizada. Después reaccionó y fue hasta la casa de los padres de Ludmyla para ver si su hijo, su nuera y su nieto estaban vivos.

— Cuando entró en la casa de mis papás y nos vio ahí se sentó y estaba pálida. Pensaba que su hijo se había muerto. Diez años después falleció de Parkinson. Mi suegro murió por cáncer de hígado.

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Yaniv es uno de los lugares que fueron deshabitados 36 horas después del desastre. Yaniv es también una de las ciudades al sur de Prípiat y al oeste de Chernobyl. El pueblo, en el que vivían casi todos los trabajadores del ferrocarril, entre ellos Dmitri, ya no existe. Lo único que existe es la memoria. La localidad de Yaniv, con su tradicional estación de trenes, quedó dentro de un radio de 10 kilómetros en la zona muerta. La zona muerta es también la zona de alienación, la zona de exclusión. Después del accidente el área contaminada se dividió en cuatro partes, a una distancia de 30 kilómetros. Por el peligro de la radiación la mayoría de los edificios en Yaniv fueron destruidos y enterrados. Prípiat, a cuatro kilómetros, quedó como una ciudad fantasma, detenida en ese instante de tiempo.

— Atención, atención, queridos camaradas. El consejo municipal y sus miembros informan que debido a un accidente en la Central Nuclear de Chernobyl en la ciudad de Prípiat se están dando condiciones adversas de radiación por lo tanto, para garantizar la seguridad de los ciudadanos, especialmente para los niños, es necesario evacuar temporalmente a todos los habitantes a puntos de evacuación en el Óblast de Kiev. Camaradas, por favor mantengan la calma y el orden durante la evacuación temporal de la ciudad.

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Algunas horas después de abandonar Yaniv con su mujer y su hijo, Dmitri regresó hasta el lugar, sin tener dimensión exacta de la tragedia. Se presentó en el ferrocarril para cumplir con su turno de trabajo, pero como todavía quedaba gente en Prípiat fue junto con un chofer de colectivo casa por casa para avisar a quienes se habían quedado, que debían abandonar el lugar. A última hora del domingo Prípiat se convirtió en una ciudad sin vida. Nadie supo la magnitud del desastre. Los trajes de tela — cuestiona ahora Ludmyla— no podían proteger a nadie de la radiación: ni al maquinista del tren, ni a su marido, que lo único que llevó durante esas horas y días para cubrirse fue una gorra blanca y unos guantes.

— Nosotros no sabíamos el tamaño de la explosión. Después de la tragedia no podía leer diarios ni revistas donde contaban las historias de personas fallecidas. El año pasado empecé a leer un libro sobre Chernobyl. Estaba viajando en el colectivo y se me empezaron a caer las lágrimas. Todo estaba planeado para un futuro lindo, la gente vivía feliz y algunos no pudieron tener nunca más hijos. Algunos nacieron muertos, otros nacieron con deformaciones. Se arruinaron un montón de familias.

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Antes de Chernobyl Ludmyla trabajaba en uno de los quince jardines de la ciudad de Prípiat como decoradora de frentes. Ludmyla se acuerda que dibujó pintura rusa con elementos dorados hasta que llegó a los siete meses de embarazo y entró en licencia. También se acuerda que la ciudad no era muy grande, que estaba a 40 minutos de su casa en Yaniv, y que cuando le contó a la mamá de una amiga que se iría a vivir a casi dos kilómetros de la central nuclear, la mujer le dijo que no podía vivir ahí, que la radiación saltaba en el aire en forma de chispas. Ella le contestó que no, que mucha gente vivía ahí. El viernes, antes de la tragedia, Ludmyla y Dmitri fueron a buscar al pequeño “Dima” al jardín de infantes.

— Pasamos por la ciudad. Había muchos jóvenes, edificios altos, arena para los chicos, colegios, jardínes, supermarkets, todo era nuevo. Muchísimas plantas. Todo estaba bien hecho. Todo estaba lindo. Fuimos a buscar a mi hijo. Éramos una familia feliz. Ya estaba oscureciendo y yo vi en un edificio con luz un papá jugando con un bebé. Me acordé de esa imagen de la felicidad de la gente.

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Ludmyla nació el 10 de mayo de 1961 en Ucrania. Tenía cuatro años cuando su papá, que era escultor, fue encarcelado por causas políticas. Los recuerdos que evoca ahora son algo difusos. Dice que fue “difícil” y que lo único a lo que pudo aferrarse durante su ausencia fue a una escultura con su rostro que cada vez que lo extrañó. En una habitación de techos altos y paredes blancas algo gastadas por el paso del tiempo lo primero que hace Ludmyla es mostrar las esculturas que realizó con sus manos. Primero exhibe una figura de la guerra y relata una historia de amor. Después muestra otra en la que aparece un ave acechada por la tragedia y un ave feliz. Según la mitología griega, el Fénix era un ave sagrada que tenía el poder de consumirse sobre fuego cada 500 años y resurgir de entre sus cenizas, como un símbolo de inmortalidad, fuerza y renacimiento.


— Son cosas muy frágiles. Este es de Víktor Vasnetsov. Es un gran pintor y dibujante de Rusia. Tiene varias obras sobre aves de mitología.

Cuando Ludmyla empezó a dibujar tenía cuatro años. En la casa de sus abuelos había un río, árboles y flores por todos lados. Al terminar el colegio, a los 17 años, supo que quería ser pintora y escultora. Pensó en hacer cursos para prepararse y así entrar en la universidad. Fue a un terciario, le dijeron que no había pasado el examen y a cambio le ofrecieron un curso de peluquería. Después empezó a estudiar sastrería, trabajó durante dos años como sastre, aunque la idea del arte siempre se mantuvo en su cabeza.

A los 21 años se enteró por medio de una amiga de un taller intensivo de pintura rusa que duraba seis meses y se postuló. Así lo conoció a Dmitri. Así también Dmitri, durante ese viaje, le propuso casamiento. Ludmyla recuerda sus ojos grandes y grises. Después del curso regresaron a Ucrania y en marzo de 1983 se casaron. El 28 de diciembre de ese año nació Dmitri, su primer hijo. Después de eso llegaría la nueva vida. La mudanza a Yaniv, el trabajo en el jardín, el segundo embarazo, la casa propia y la ciudad feliz. Después, también, todo se desvanecería por la tragedia. Y como el ave fénix tendrían que volver a renacer de entre sus propias cenizas.

— Después de Chernobyl nacieron chicos que tenían deformaciones en el cuerpo.
Cuando tenía ocho meses de embarazo nadie me tocaba. Obligaban a abortar a las mujeres que tenían hasta tres meses.

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Después de abandonar su casa, y tener a su segunda hija, Dmitri hijo empezó a tener fiebre y le aparecieron heridas en la piel. Como la temperatura subió hasta los 40 grados fueron al hospital. Esa noche Ludmyla no pudo dormir. Al pequeño “Dima” le dieron una inyección. La doctora primero dijo que era un resfrío. Después vio las heridas y el diagnóstico fue otro: eran los efectos de la radiación.Le pusieron un polvo para curar las lesiones y se fueron a casa. El 24 de mayo de 1986 nació Alona. Alona la segunda. Alona procreada en zona peligrosa. Alona la sobreviviente.

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La primera ayuda que recibieron fue del ferrocarril y de la Cruz Roja. Con 600 rublei Dmitri fue al supermercado y compró un vestido tejido para Ludmyla y un traje deportivo para él. Ludmyla recuerda que cuando abrió la bolsa le preguntó de dónde había sacado semejante tesoro y él, riéndose, le contestó que había robado un banco. Después le dijo que eran regalos del ferrocarril. En octubre empezaron a dar viviendas a gente que —como ellos— se habían quedado sin nada. Así llegaron a la ciudad de Fastiv, a un departamento de tres ambientes, que en el apuro del gobierno por entregarlo, quedó con agujeros por todos lados. El edificio, que tenía nueve pisos y era todo nuevo, no cambió nada. Tampoco les devolvió lo que para ellos se había vuelto indispensable: la salud.

— Desde el séptimo piso hasta el noveno piso todos se estaban muriendo por cáncer, por problemas circulatorios, de corazón. Nuestra vecina murió por cáncer de cerebro. Yo parecía de 90 años, no podía levantar nada pesado, tenía dolor de hígado, arritmia, presión baja y nervios. Nosotros teníamos que sobrevivir.

Ludmyla confiesa que cuando la salud empezó a volverse un problema sintió miedo de morirse.

Una tarde, hablando con su mejor amiga, una violinista ucraniana a quien su hija menor también se le enfermó, decidieron dejar todo atrás y volver a empezar. Llegaron a la Argentina, por medio de un acuerdo que había firmado el entonces gobierno de Carlos Menem con Ucrania. Ludmyla y Dmitri privatizaron el departamento de tres ambientes, lo vendieron y con ese dinero llegaron al país un 22 de octubre de 1999.

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Es un sábado de octubre. En una de las habitaciones de la casa de Ludmyla hay un retrato en el que aparece ella y otro en el que aparece su hija Alona, que ahora tiene 30 años y a quien ya operaron dos veces por cálculos en los riñones y le sacaron de los ovarios un quiste de 8 centímetros. En la habitación de techos altos hay dos señores mayores. Son sus papás, que llegaron a la Argentina junto a su hermana tras el conflicto de Ucrania con Rusia por Crimea. Su mamá tiene el pelo color ceniza oscuro y los ojos, al igual que ella, celestes como dos faroles. El papá está vestido con un buzo azul, unos pantalones y unas pantuflas. Por momentos se acuesta y levanta los pies. Por momentos duerme. Ninguno de los dos habla español. Ludmyla viste una remera verde, unos jeans y unas zapatillas de estilo deportivo. A veces habla bajito, a veces habla más fuerte y cada tanto sonríe.

Entre los documentos que guarda hay tres especiales que certifican que Dmitri estuvo en la zona 2 de exclusión. Que estuvo, en otras palabras, en la zona del desastre. Se lo ve joven, con un bigote tupido y el ceño fruncido. «Liquidador de accidente de Chernobyl, categoría 2 a». También Ludmyla atesora una medalla que le entregaron sólo a las personas que trabajaron allí durante el primer mes.

— Yo tenía categoría 2 b, pero de víctima. Con esa categoría me jubilé a los 45 como evacuada de la zona de 10 kilómetros. Yo estaba a casi dos kilómetros de Chernobyl. Dmitri se jubiló a los 50, pero cuando se fue a Ucrania a hacer la jubilación como liquidador le dijeron que no había papeles. Que habían desaparecido todos los documentos. Hay muchos liquidadores falsos. Muchas cosas malas pasaron.

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Cinco años atrás la vida de Dmitri Kvitnytska era una cosa. Cinco años después la vida de Dmitri cambió. Ahora no sabe leer ni escribir. El primer síntoma extraño que apareció fue la pérdida de conocimiento. De a poco empezó a olvidarse de todo. Al principio Ludmyla no sospechó de nada. Los hombres en Chernobyl creían que el alcohol era un remedio contra la radiación. Y el gobierno también. Por eso a los liquidadores les daban un ticket para canjear por dos botellas de vino y una de vodka por mes. Ludmyla pensó que Dmitri sólo había tomado un poco de más, pero una mañana cuando la llamó por teléfono y le dijo que no podía caminar, se dio cuenta de que había pasaba algo más grave. Primero le diagnosticaron un ACV. Después lo vio un neurocirujano y el diagnóstico fue que tenía hidrocefalia. En dos años lo operaron cinco veces. Después de la última intervención la situación empeoró. Ahora Dmitri sólo conoce el nombre de Ludmyla y sabe una cosa: que la ama.

— Cada día le digo que lo amo y él me abraza. Nosotros nos habíamos separado un tiempo antes porque él tomaba alcohol, pero nunca perdimos contacto. Yo pienso que Chernobyl le hizo daño. Pienso que la radiación le hizo daño. Que por ahí el alcohol también hizo daño.

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La vida de Ludmyla se divide entre un profesorado en la Escuela de Cerámica “Fernando Arranz”, donde cursa vitral y dibujo. Además de eso cuida a un señor de 94 años, cuida a su papá, cuida a su mamá y también se ocupa de Dmitri, que está enfermo desde hace cinco años. Cuando imagina el futuro sonríe y parece olvidarse de todo. Dice que sueña con dar clases en un lugar para chicos pobres. Que tiene máquinas de coser, hornos y puede enseñar. Que algún día quiere vivir en un pueblito con un jardín botánico y dar talleres. En su casa tiene muchas plantas. Tal vez porque le recuerdan a su infancia, cuando vivía en el pueblo con sus abuelos. Varias de las semillas las trajo de Ucrania y las plantó imaginando que así quizás tendría una parte del mundo, su mundo, con ella.

¿Pensás que tu vida hubiera sido distinta sin Chernobyl?
— Podría haberme quedado en mi ciudad, trabajado en el colegio, con chicos. Podría haber tenido una vida mejor. Fue duro, pero soy optimista

¿Te hacés controles ahora?
— No, controlo mi mente.

¿Cómo hacés para ser fuerte?
— Optimismo, amor, no sé. Pasaron muchas cosas buenas y malas en mi vida.

¿Se puede tener sueños?
— Siempre estoy soñando.

Este texto fue escrito como parte de la Especialización en Periodismo Narrativo realizada en Fundación T.E.M en el 2016.

 

 

mfgagliardi

Soy periodista argentina nacida en Buenos Aires y vivo desde 2019 en Modena, Italia. Acá escribo de todo, libre y sin tapujos.

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