Narratinta

Escritura & Periodismo

Pequeñas cosas

Hace cuatro años atrás la mamá de mi mejor amiga me regaló una planta enredadera de flores rosas. Por primera vez que vivía sola y no podía faltar una planta en mi balcón. Siempre había querido tener plantas, pero por cuestiones que ahora no vienen al caso, no lo había hecho en el viejo departamento donde había vivido. Era el año 2015 y recién mudada a Villa Urquiza, los padres de mi amiga me acompañaron a comprar algunas cosas que me faltaban para la casa y entre todas, apareció la enredadera de flores rosas como un obsequio. Mi primera planta y de las que más me iban a terminar enseñando. Se fue una primavera y un verano y la planta todavía daba sus flores. En el medio pasaron muchas cosas. Mudanzas, desamores, despedidas, risas y lágrimas. Personas que se fueron y otras que llegaron. Barrios nuevos. De Villa Urquiza a Flores, de Flores a Caballito y de Caballito, a San Isidro. Y así se fueron los 25, los 26, los 27 y llegaron los 28.

En ese tiempo no sé si fueron las estaciones, o los cambios, pero la planta un día dejó de florecer. Incluso después de cambiarle la tierra, de regarla todos los días con una constancia disciplinada y traspasarla a otra maceta de plástico y color violeta. Un día, un poco en broma, un poco de verdad, mi hermana me dijo que si era capaz de cuidar esa planta, me iba a dejar cuidar a mi sobrino. Hacía poco me había enterado que iba a ser tía por primera vez, entonces escuché sus palabras con atención y las tomé muy en serio. Después le hice caso. Si era capaz de cuidar esa planta o cuidar cualquier otra cosa, podía -lo más importante de todo- cuidar a mi sobrino y ganarme el “carnet de la responsabilidad”. Era como transformarme oficialmente en adulta. Quizás por eso, o quizás por otras cosas, nunca dejé de regar la planta con la convicción de que tendría que volver a florecer. Volver a la vida. Si alguna vez había visto sus flores, las había visto crecer y hasta admirado, significaba que esa planta podía resurgir. Las hojas, además, seguían verdes, impolutas y entrelazadas entre sí. En algún momento renacería del todo. Sólo era cuestión de esperar y tener fe. Así, un día de noviembre, apareció la primera flor, minúscula y envuelta en su capullo, esperando por salir al mundo otra vez.

Envalentonada de lo que para mí había sido una especie de hazaña, porque lo había logrado, me había convertido en “adulta”, fui por más. Ya era el año 2018 cuando una amiga con una sabiduría para mí especial, me recomendó que probara con una huerta. Me dijo que era muy sencillo, que simplemente comprara tierra y germinara lo que tuviera a mano. Me dijo que podía ser cualquier cosa, tomate, morrón, cebolla, frutillas, lo que yo quisiera. Primero lo hizo ella y nos mandó las fotos a un grupo de amigos por WhatsApp. “Si echás semillas en la tierra van a crecer seguro”. Después nos habló de la magia de la naturaleza. De la vida abriéndose paso todo el tiempo, aun en las circunstancias más inhóspitas y difíciles. Un sábado por la tarde le hice caso y acepté el desafío: compré una bolsa de tierra, pedí en la verdulería un cajón de madera y empecé la huerta. Un poco por curiosidad, un poco por aventura y otro poco a modo de prueba. ¿Sería capaz de lograrlo? Puse el cajón en un rincón soleado del balcón, lo cubrí con una bolsa de plástico negro, desparramé la tierra con prolijidad y sembré las semillas como me había explicado mi amiga. Después hice lo que ya sabía, regar todos los días el cajón con semillas, y una vez más, esperar.

Me llené de paciencia y dejé pasar los días. La vida siguió. Entonces, los tallos, minúsculos, valientes y fuertes, empezaron a crecer entre la tierra. Algunos más y otros menos, aunque todos se abrieron paso a un mundo nuevo y desconocido. Seguí las indicaciones y después de leer algunos tutoriales en foros de jardinería, pasé a una maceta nueva las semillas de morrones, ahora devenidas en pequeños tallitos. En palabras de la jerga, los “transplanté” y cultivé. Pasaron los días, las semanas y los meses y una mañana común y corriente a cualquier otra, en aquello que se convirtió para mí en una especie de ritual cotidiano y fugaz de regar las plantas, aparecieron: pequeños, verdes, repletos de fuerza y coraje, decididos a salir al mundo. La vida misma. Tardé algunos segundos en darme cuenta de que ahí estaban. Miré dos o tres veces con atención y me invadió la sorpresa. Una emoción extraña, distinta. Una vez más la sensación de llegar a la adultez. Otra vez más la prueba superada. La enseñanza que nos puede dejar algo tan simple y tan sencillo. Sentir que aunque pasen los días, las semanas, los meses y hasta incluso los años, cualquier semilla que plantemos puede germinar. Sólo se necesita del tiempo y de la paciencia. Que los frutos llegan, a veces en silencio y otras en medio del barullo y del ruido, pero siempre las semillas florecen y un día, de repente, cuando menos lo esperamos, se lanzan al mundo convertidas en algo más, para enseñarnos que aprendimos la lección.

mfgagliardi

Soy periodista argentina nacida en Buenos Aires y vivo desde 2019 en Modena, Italia. Acá escribo de todo, libre y sin tapujos.

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